Aeropuertos

Alzo la vista y veo un pasillo interminable. Oigo voces en idiomas distintos, siento la presencia de gente de lugares muy lejanos a los que probablemente no tenga nunca la posibilidad de ir. Maletas: maletas con ruedas, maletines de mano, mochilas, maletas enormes, bolsas de colores. Y me detengo en la inmensidad de cada mirada que se cruza conmigo. ¿Qué esconde? ¿De dónde vendrá? ¿Hacia dónde irá? ¿Qué sentirá? ¿Qué pensará? En estos últimos años de mi vida podría decir que considero los aeropuertos como algo que forma parte de mí. Simples naves de paso, sitios de nadie donde tomar el café más malo y caro de todos. Pero lo que hoy me hace escribir es que me han visto de muchas maneras diferentes: a veces contenta, a veces triste. Qué tendrán…

Es en ellos donde he observado a más gente reír, a la vez que llorar. Me gusta quedarme en las puertas de salida, viendo cómo niños pequeños esperan impacientes a que sus familiares salgan por fin para echar a correr tras ellos. O cómo una pareja se besa después de posiblemente muchísimo tiempo. Y todo lo demás no importa: quien te mire, quien te vea. Porque eres tú con esa persona, el mundo entero se detiene y eso es lo que quieres en ese momento, que se pare el tiempo. Más triste es estar en las puertas de embarque. Los abrazos, más largos de lo normal, interminables, duros, llenos de nostalgia. Las lágrimas asoman sin querer mientras miles de sensaciones erizan nuestra piel, porque no sabemos cómo nos sentiremos cuando llegue el temido momento de la despedida. Para mí es como si los aeropuertos tuvieran algo de magia. Me atrevería a decir que es donde más he sentido.

Tantas situaciones diferentes… Que me faltaba el aire en cuestión de segundos y necesitaba parar para poder respirar y decirme “todo va a salir bien”. Que me iba a explotar el pecho de la alegría. Que después de tanto tiempo, mis rodillas fueran capaces de fallarme porque las piernas no paraban de temblarme. A la vez que un millón de mariposas volaban dentro de mi estómago, haciéndome ir más y más rápido hacia alguien. O que no quisiera ser, simplemente desaparecer. De noche, de día. Con el cielo cubierto, destapado o con una gran tormenta acechando. No importa, siempre tengo ese escalofrío que recorre mi cuerpo y me hace estar alerta cuando piso un aeropuerto. Aunque reconozco que prefiero volar de día, porque de noche es más triste y no han sido pocas las veces que, aunque vaya o venga, del cansancio de todo el día y de todo lo que pasa por mi cabeza, se me escape alguna lágrima mirando hacia el horizonte. Pero en el fondo me encantan, algo cambia cuando estoy en un aeropuerto. Aunque no siempre para bien, miro de encontrarle el lado positivo. Y viajar es uno de los mayores placeres que intento encajar al máximo con mi vida. Por mucho que eso conlleve lágrimas y tristeza. Porque moverte es un privilegio. Porque conoces, aprendes, descubres, exploras. Y sobretodo, porque siempre hay algo esperando en el lugar hacia donde vuelas.


Seguimos en el próximo post. ¡No dejéis de viajar nunca! Besos,

Helena.

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